Para satisfacer las ambiciones de su padre, Aloysius fue adiestrado en el arte de la guerra y obligado a asistir a desfiles militares y banquetes reales. Estaba tan decepcionado por los vicios de la nobleza que desarrolló un intenso deseo de vida religiosa.
Ayunaba tres veces por semana a pan y agua, se flagelaba con varas y se levantaba a medianoche para rezar en el suelo de piedra de su habitación. Para salvaguardar su castidad, mantenía los ojos persistentemente bajos en presencia de mujeres.
Tras leer un libro que describía las experiencias de los misioneros jesuitas en la India, decidió convertirse en uno de ellos. En 1585, contra la furibunda oposición de su padre, Aloysius renunció a su herencia e ingresó en la Compañía de Jesús en Roma. Seis semanas más tarde, su padre moría en paz con el Señor.
Aloysius fue un modelo de perfección. Consciente de los peligros del orgullo, pidió servir en la cocina y realizar las tareas más humildes. En 1591, mientras servía a los enfermos durante una plaga, contrajo la enfermedad y murió tras tres meses de sufrimiento. Sólo tenía 23 años.
En la última carta a su madre escribió: Ten cuidado de no insultar la amorosa bondad de Dios llorando por un muerto que vive cara a cara con Dios. Nuestra despedida no será larga; nos veremos en el cielo.